Dicen que Julio es solo un mes más en el calendario, un trámite inevitable entre junio y agosto. Pero a veces, tiene la mala costumbre de romperte por dentro para que empieces de cero. A mí me pasó. Y no una historia de película. Más bien una de esas que uno no querría contar, pero que, cuando se decide, lo cambia todo.
El pueblo, el silencio y yo a solas
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Llegué un 3 de julio a un pequeño pueblo de la sierra. No diré cuál, porque hay secretos que uno se guarda como un as en la manga cuando las tormentas vuelven. Necesitaba desconectar, eso decía. En realidad, lo que buscaba era no volver a conectar ni conmigo mismo. Estaba roto, sin más. Y no era por un gran drama. Era ese desgaste lento, esa gota que araña el alma día tras día y tú finges que lo aguantas con sonrisa de foto de perfil.
Allí no había cobertura ni internet. Si quería hablar con alguien, tenía que cruzar la plaza, saludar y mirar a los ojos. Un lujo incalculable en los tiempos de los “estoy busy” por WhatsApp. La primera noche dormí mal. Pero no por miedo ni incomodidad. Dormí mal porque empecé a pensar. Y eso, hoy en día, parece un acto revolucionario.
Julio, ese mes con nombre de historia importante
Los días pasaban lentos como en las postales antiguas. Apenas cogía el móvil, salvo para hacer alguna foto o grabar toneladas de vídeos que no pensaba subir a redes. Era como vivir en “modo avión” pero con los pies descalzos sobre la tierra. Literalmente. Caminaba por caminos de tierra y memoria. Me encontré con una mujer mayor que vendía miel y me habló de su esposo como si aún viviera. Ese tipo de amor que ya no se ve en Instagram Stories, de los que ni necesitan likes ni hashtags.
Empecé a redescubrirme entre conversaciones con desconocidos que eran más míos que algunos que tenía en la lista de contactos desde hace años. Aprendí a cocinar con leña, a callar cuando no había nada que decir, y a entender que Julio no era solo un mes, era una señal de stop para coger impulso.
Por si el alma quisiera llorar y no encontraba excusa, encontré este vídeo que, te aviso, puede abrirte grietas por donde no imaginabas. Lo dejo por aquí. Y sí, se ve sin salir de esta página:
El regreso y lo que no volví a permitir
Volví a la ciudad un 31 de julio. Jodido, emocionado, y con ese nudo en la garganta como quien vuelve de la guerra sin haber disparado una bala. Empecé a vivir distinto. Sin grandes frases motivacionales. Simplemente decidí que no volvería a vivir en piloto automático.
Empecé a escribir más, a trabajar con otro ritmo, a escuchar sin pensar lo que iba a responder. Correos más humanos, reuniones con café y no con prisas. Cambió mi vida personal, sí. Pero también mi forma de ver el trabajo, los clientes, los negocios. Julio me enseñó que cuando lo emocional entra por la puerta, lo demás se recoloca solo.
Y si a ti también te remueve algo esto de parar, de escuchar, de sentirte a ti mismo en algún rincón olvidado, quizás deberías hacer como hice yo. Coge una mochila y vete. Sin objetivo. Sin Google Maps.
Porque cuando el alma encuentra su lugar, hasta el calendario te aplaude.
Si te pica el gusanillo de vivir algo parecido, aquí tienes algunas rutas y pueblos escondidos donde podrías escapar de ti y encontrarte sin previo aviso.
Hazlo. No esperes a que otro julio te obligue.
¿Te atreves a escribir tu propio Julio?
Si estás en mi zona y necesitas desconectar, reconectar o simplemente parar, quizás podamos hablar. Organizo talleres muy pequeñitos de escritura emocional, donde no se busca escribir bien, sino contar de verdad. Cosas de verdad. Aquí no importan las tildes, sino las heridas.
Estás invitado. Escribe. Habla. Vive otro julio antes de que este se escape.