Lo primero que ves es una postal de ensueño. Una hacienda colonial como salida de una serie de época: patios infinitos, arcos de piedra, herrajes envejecidos y esa calma calcada que parece flotar por encima de las baldosas. Pero esa estética, tan de catálogo, esconde muchas veces una historia áspera, de las que no se cuentan en las visitas guiadas.

La cara bonita que todos miran

Hay algo hipnótico en la arquitectura de una hacienda colonial. Detalles fastuosos, jardines palaciegos, techos altos que parecen respirar heridas del pasado. Y claro, uno conecta rápido con la idea de lujo, abolengo, exclusividad. Lo que no siempre se cuenta es el precio que se pagó por esa belleza.

Estas haciendas fueron, en su mayoría, centros de producción agrícola y ganadera sostenidos por el sudor y la espalda de cientos (o miles) de jornaleros explotados. Sí, lo sabes, pero lo olvidas cuando caminas por sus corredores frescos. Hiciera lo que hiciera el propietario, daba igual. La historia ha embellecido todo a base de romanticismo barato.

Los interiores se restauran —a un dineral— para alquilar eventos de boda, cenas privadas, hasta rodajes de televisión. Y no lo critico. Yo también me quedaría congelado mirando esas paredes si me las encuentro de frente. Pero cuando llega la noche, cuando todo calla, es imposible no pensar en los gritos que no se grabaron en vídeo. En los sacrificios sin nombre. En la humanidad anónima detrás del mármol.

Belleza y privilegio: la contradicción en carne viva

La hacienda colonial en sí misma es una contradicción deliciosa: celebra la elegancia y oculta el dominio. Un símbolo elevado del poder de antes, en el que una minoría vivía rodeada de lujos mientras la mayoría apenas tenía voz, voto ni descanso.

Y ahora, tú puedes ir a pasar un fin de semana. Puedes dormir en el mismo cuarto donde un noble dictaba sentencias mientras desayunaba en bandeja de plata. Te tomas una copa de vino donde antes se negociaban terrenos, matrimonios y voluntades.

Lo curioso es que esta realidad no elimina el deseo. Las haciendas coloniales venden, seducen, arrastran. Tienen ese toque de cuento tergiversado que gusta a todos: el lujo de lo antiguo, el valor de lo intacto, el placer de saberse rodeado de algo que no está al alcance de cualquiera. Y así es como se perpetúa el mito, con copas de vino y luces cálidas en la fachada.

Contemplar sin olvidar

Hay algo que no queremos asumir: que algo pueda ser hermoso y, a la vez, profundamente injusto. Eso nos revienta el marco cómodo de lo que creemos saber. Pero quizá eso es exactamente lo que deberíamos contemplar cuando pisamos una hacienda colonial: esa dualidad incómoda. Esa belleza que fue privilegio, ese privilegio que aún deja huella.

No se trata de no disfrutar de estos lugares. Ni de ir fustigándonos por tener acceso a ellos hoy. Se trata de entender el contexto, asumirlo y honrar la verdad completa. Sin filtros, sin Photoshop mental.

Si vas a visitarla, si vas a dormir en sus muros, si vas a casarte en su patio central bajo un atardecer de película, hazlo. Pero hazlo con consciencia despierta. Y quizá, al hacerlo, ayudes a equilibrar un poco la balanza: ver el lugar con respeto, no solo con admiración hueca.

Porque sí, las paredes de una hacienda colonial cuentan más cosas de las que parecen. Solo hay que querer escucharlas.

Y si estás en la zona y quieres descubrir una de estas joyas arquitectónicas con alma e historia, da el paso. Ven a visitarnos, pasea sus pasillos, siéntate en su jardín y escucha. Te aseguramos que vas a salir con otra mirada.

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